Me gusta este ritual.
Me miro al espejo, y procedo al aseo propio de toda persona normalmente educada y con los hábitos de higiene recomendados.
Me meto en la ducha, y el agua caliente cae sobre mi, reconfortándome. Todo el malestar general desaparece. No pienso en nada. Y por fin me encuentro a mi misma, más cerca de mi que nunca.
Me encantan los baños. Tirarme horas y horas remojada en el agua, relajada, sin pensar. Llenar la bañera de jabón, ir renovando a medida que la temperatura desciende...aplicar el chorro de agua sobre mi cuerpo. Sumergirme en la nada...cerrar los ojos, y no respirar.
Llega a mis oídos el ajetreo de los vecinos, el ruido de los cacharros (un piso nunca será silencioso)..y dejo mis manos muertas, que se mecen..
Mi cabello, mojado, toma vida debajo del agua..y emprende un baile de sirenas que me adormece.
Y el tiempo pasa lentamente, sin yo darme cuenta, paso a paso.
Cuando me quiero dar cuenta..ya ha pasado. Y es la hora.
Levanto el tapón y observo como todo el agua forma un remolino y con fuerza desaparece por el desagüe. Una energía hipnótica, de la que nunca me canso. Me levanto.
Mis pies tocan una toalla, en el suelo. Gotas de agua resbalan y lo mojan. Mis manos están arrugadas, y toda yo parezco una nube de algodón maleable y sin forma.
El roce de la toalla me gusta. Me arropa. Me abriga. Me seca. Pero no me gusta que me cubra por completo, y por eso dejo el albornoz sólo para emergencias.
Odio secarme el pelo. Notarlo mojado, tener que enrrollarlo y esperar a que deje de chorrear. Me asquea esa rutina. Prefiero la suavidad de la crema corporal. Mi piel lo agradece, y lo demuestra volviéndose más tersa y suave.
Pronto llegará el turno del secador, ese armatoste incómodo, por suerte cada vez más rápido, pero que me incomoda sobremanera.
Pero primero, me tumbaré en la cama, y dejaré que esta tranquilidad que ahora siento me invada. Para que forme parte de mi ánimo y me acaricie con su dulzura.
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