Miro a mi padre y me parece ver que ha encontrado la total serenidad en sus 46 años. Ya no veo en sus ojos la continua intranquilidad de espíritu que le azuzaba (y que yo he heredado en cierta medida), y que provocaba el descontenta frente a la rutina; la continua desazón y el insondable sentimiento de impotencia que le atormentaba.
Ha encontrado su refugio en las montañas y maratones. Esto le completa, le serena y le hace reconciliarse con su estilo de vida.
También, desde esa serenidad, y tras el alejamiento y pérdida de algunos seres queridos, ha dejado de ser alguien distante que no demuestra sentimientos, a realizar pequeñas acciones y gestos de cariño en los momentos cotidianos.
Y todo nace de lo mismo: de la serenidad encontrada lejos de aquellos escritos tormentosos de sus 20-28 años.
Yo, aún sin llegar a un estado con toques iracundos, aún no he encontrado esa serenidad y me muevo en la desazón y el sentimiento de impotencia. En el llanto por la pérdida de los sueños, derogados en pro de la realidad del día a día y las necesidades sociales primarias.
Para contrarrestar esto no he encontrado, aún, como mi padre, aquella vía de escape que me compense y equilibre mi estilo de vida.
Y así, me siento continuamente frustrada y no saciada en mis idas y venidas del trabajo (que me agarran a la realidad), en las salidas sociales (que no me sacian), en la vida familiar (que no me llena) y en mis momentos de ocio (peleados y sustitutivos de mi sed de más)
Esta inquietud de espíritu veo que no la calma el trabajo exitoso, la estabilidad en el plano amoroso ni una vida social más o menos rica.
Mi naturaleza independiente y autónoma no se contenta con sus pequeñas dosis de libertad, mientras que la razón y necesidades de aceptación al grupo están incluso rebosando.
¿Tendré que esperar 20 años a dar con mi fuente de serenidad particular, o aprender a conformarme con la realidad del día a día?