Anoche soñé que volvía a Gijón. Pero no al Gijón de ahora, remodelado, posicionado turísticamente y con acuario incorporado. No.
Yo volvía al Gijón sin Carrefour, de pequeñas tiendas de fruta, de tan solo dos playas y con una enorme cafetería de cristal en Cimadevilla.
Al regresar, me encontré con el abuelo que iba a la tienda de Tomasita en bicicleta y que me hacía de rabiar sin descanso. Quiso volver a hacerlo, y me tiró del pelo cuando pasaba por mi lado. Pero su mano ya no encontró coleta a la que asirse y una simple caricia pasó brevemente por mi cabello.
No pareció advertirlo, pues mientras se alejaba pedaleando se burló de mí sacándome la lengua y haciendo piruetas.
Era tan travieso como siempre.
Le seguí, y frente a mí, sacada del recodo más recóndito de mi memoria, apareció la tienda.
Los sacos de nueces y castañas daban la bienvenida desde el exterior del establecimiento, tal y como lo recordaba. La puerta de madera seguía emitiendo un ligero chirrido al ir pasando la clientela, y, una vez dentro, encontrabas a Tomasita y su madre, ambas resoplando y ocupadas atendiendo tras el mostrador y pesando en la báscula los distintos enseres.
En ese mismo mostrador mis dedos, como por acto reflejo, se posaron sobre el áspero papel marrón que había sido destinado a envolver la infinidad de barras de pan, bollería y dulces que habíamos comprado años atrás mi madre y yo como fieles clientas.
- ¿Ya quieres dibujar? Esta niña va a ser artista – La enorme sonrisa de Tomasita me saludaba y su mano ya había depositado un bolígrafo BIC en la mía, invitándome a estampar mis dibujos en el papel marrón-.
Creo que el escalofrío que recorrió mi cuerpo al contacto de mi mano con el boli y el papel, despertando todos los sentimientos de nostalgia dormidos, fue lo que me despertó de mi ensoñación.
Amanecí en mi habitación, sola, agitada. A 16 años y 1.800 kilómetros de distancia del lugar visitado.
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Cuando, años después, volvió a su ciudad de origen, se sintió desolada. Aún recordaba la calle sin asfaltar, las casas de dos plantas, el enorme muro que se levantaba ante su casa y que separaba su ventana de la enorme carbonería que existía detrás de él.
¿Qué era esto? ¿Cómo había sido destruido?
Ni atisbo de tierra o piedras, signos de lo no asfaltado. Ni casas, ni muros. En su lugar, una enorme y orgullosa plaza mostraba su modernidad a través de esculturas a sus ojos demasiado abstractos. ¿Qué rodeaba la plaza? Carretera. Pasos de cebra. Calles. En una de las calles, un enorme centro comercial se había impuesto como verdadero revitalizador del centro de la ciudad. Un centro lleno de tiendas, restaurantes de comida rápida, ocio y coches.
Gente por doquier pisaba lo que anteriormente era una calle a la que acudían a buscar refugio los vagabundos, prostitutas y drogadictos. ¿Dónde los habían metido? Se preguntaba. No tuvo que andar más de dos calles para saber dónde se encontraban ahora los sin hogar de la ciudad: en el mismo sitio. Sólo había cambiado su entorno, no ellos y sus condiciones.
Así que siguió deambulando por el centro, intentando reconocer algo de lo que había dejado atrás en esa actual jungla de cristal de nueva construcción.
Le costó un par de horas, pero al final dio con ello. Escondida, haciendo esquina en una pequeña bocacalle, su cartel aparecía impertérrito: Librería Mimo. Con enormes letras verdes y naranjas (ahora una línea verde, ahora otra línea por encima calcando la misma tipografía, en naranja). Con la puerta y los ventanales pintados de blanco, una vez te asomabas al interior, el tiempo parecía haber retrocedido y detenido en 1985.
El mostrador, a mano derecha, presidía una tienda de apenas 4 cortos pasillos plagados de libros, que incluso infundían cierto temor en el visitante por la insinuada posibilidad de que en algún momento perdiesen el equilibrio y se abalanzasen sobre el desdichado valiente que pasease entre ellos. Las secciones parecían ser también las mismas, teniendo la infantil destacada predominancia. En cuanto a la dependienta…eso parecía ser lo único que había cambiado.