Dentro de unas semanas viene mi primo, tras sus vacaciones por Gambia.
Nos une un amor filial que no entiendo demasiado, porque no estoy acostumbrada a sentirlo, quizá intensificado por la distancia que nos separa.
Debe hacer más de un año que no le veo. Pero nunca importa. Las pocas llamadas que nos hacemos bastan, y cuando nos volvemos a ver, es como si no hubiera pasado el tiempo. La relación jamás se enfría. Es más, es tanta la ilusión que nos hace el volver a vernos, que lo esperamos con ahínco.
Debe ser por los recuerdos que compartimos de la infancia y, más tarde, del inicio en los rituales adolescentes. Fui yo la que incentivó su primera borrachera, y él el que incentivó mi primer y último fin de semana de drogas.
Nos une un amor filial que no entiendo demasiado, porque no estoy acostumbrada a sentirlo, quizá intensificado por la distancia que nos separa.
Debe hacer más de un año que no le veo. Pero nunca importa. Las pocas llamadas que nos hacemos bastan, y cuando nos volvemos a ver, es como si no hubiera pasado el tiempo. La relación jamás se enfría. Es más, es tanta la ilusión que nos hace el volver a vernos, que lo esperamos con ahínco.
Debe ser por los recuerdos que compartimos de la infancia y, más tarde, del inicio en los rituales adolescentes. Fui yo la que incentivó su primera borrachera, y él el que incentivó mi primer y último fin de semana de drogas.
Todo eso, que formaba parte del crecimiento y conocimiento de cada uno, estrechó unos lazos invisibles.
He de reconocer que yo asistí desde la distancia y algo divertida a su confirmación como homosexual. El día que me confesó que era gay, pareció sorprenderse de que yo ya lo supiera: F., te disfrazabas conmigo de princesa, ¿recuerdas?, le digo sonriendo.
Y él sonríe y se recrea en esos recuerdos felices.
Pues ahí debe ser cuando comenzó todo. Cuando nos hicimos amigos para siempre.
Mi yo niña le brindaba la oportunidad de ser él mismo. Sin tapujos, a sus anchas. Todos los disfraces y muñecas que no le compraban, se los daba yo en nuestros ratos de juegos (Porque sí, él era de aquellos de lo mal dicho "juegos de niñas"). Toda la felicidad de la inocencia. Y ese tipo de relación nunca cambió. Conmigo nunca finjió, nunca actuó, nunca se reprimió. Aunque lo hacía ante el resto del mundo, incluso ante sí mismo.
Luego compartimos locuras, y él, a solas, hizo muchas más que yo. Llegué a sentirme protectora, como si de su hermana mayor se tratara. Cuando pasó por situaciones críticas, sé que escuchaba mis consejos y los valoraba, aunque no pudiese estar a su lado en muchos momentos. Aunque ni siquiera llegasen a ser consejos del todo. Simplemente un "estoy aquí, contigo".
A veces, me asomo al abismo de su desorden con cariñosa actitud (acto reflejo de la que él me profesa) , y le guiño un ojo. Él me besa la mejilla: te quiero, primi.
Y somos los más felices del mundo.
Y somos los más felices del mundo.
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